(Sermón 114, 2 y 3)
Quienquiera que seas tú que tienes tu mente puesta en Cristo y deseas alcanzar lo que prometió, no sientas pereza en cumplir lo que ordenó. ¿Qué prometió? La vida eterna. ¿Y qué ordenó? «Concede el perdón a tu hermano». Como si te dijera: «Tú, hombre, concede el perdón a otro hombre para que también yo, Dios, vaya hacia Ti». Mas para omitir o, mejor, dejar momentáneamente de lado otras promesas divinas más sublimes, conforme a las cuales nuestro creador nos ha de hacer iguales a sus ángeles para que vivamos eternamente en él, con él y de él; para aparcar esto de momento, ¿no quieres recibir de tu Dios eso mismo que se te ordena otorgar a tu hermano? ¿No quieres recibir —repito— del Señor, tu Dios, eso mismo que te ordena dar a tu hermano? Dime que no quieres, y no se lo des. ¿Qué significa esto sino que perdones a quien te lo pide, si tú mismo pides que se te perdone? O también me atrevo a decir: si no tienes nada que se te tenga que perdonar, no perdones. Aunque tampoco debí decir eso. Incluso si no tienes nada que necesite perdón, debes perdonar, porque también perdona Dios, que nada tiene que haya de serle perdonado.
Has de decir: «Pero yo no soy Dios, soy un hombre pecador». ¡Gracias a Dios, que confiesas tener pecados! Perdona, pues, para que se te perdone. Nuestro mismo Dios nos exhorta a que le imitemos. En primer lugar, Cristo mismo, de quien dijo el apóstol Pedro: Cristo sufrió por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas4. Él, que ciertamente no tenía pecado alguno, murió por los nuestros y derramó su sangre para el perdón de los mismos. Recibió por nosotros lo que no le era debido, para librarnos de la deuda. Ni él debía morir, ni nosotros vivir. ¿Por qué? Porque éramos pecadores. Ni a él se le debía la muerte, ni a nosotros la vida. Aceptó lo que no se le debía; nos dio lo que no se nos debía. Mas, puesto que se trata del perdón de los pecados, para que no juzguéis que es mucho para vosotros imitar a Cristo, escuchad lo que dice el Apóstol: Perdonándoos mutuamente, como también Dios os perdonó en Cristo. Sed, pues —son palabras del Apóstol, no mías—; sed pues, imitadores de Dios. ¿Es acaso propio de orgullosos imitar a Dios? Imitadores de Dios. Ciertamente, tiene algo de orgulloso. Como hijos amadísimos. Se te llama hijo; si rechazas la imitación, ¿cómo aspiras a obtener la herencia?
Para reflexión personal
Pedir perdón no es un acto de debilidad o de rendición, sino un acto de fuerza. Porque me enfrento con todo aquello que quiero arrancar de mí, y porque decido tratar a los otros de manera nueva, constructiva, diferente a como he sentido yo tratado. Eres capaz de perdonar?